UN ADMIRADOR AVERGONZADO

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Por Joaquin Abreu en El Gedeonista Opinar

Este fin de semana que pasó el pastor de nuestra localidad anunció que el domingo se celebraría el noventa aniversario de la fundación de nuestra iglesia.

A mi mente vino en ese momento lo que leí en el tiempo de mi ingreso a la iglesia gedeonista (era yo un adolescente) en un viejo Manual de la Iglesia, sobre el llamamiento de Ernest William Sellers por George Smith.

Ahí se contaba que este misionero norteamericano (George Smith) recibió una revelación en los Estados Unidos para buscar a un hombre en La Habana, del cual no conocía ni el nombre ni el lugar de su residencia, con el fin de darle un mensaje de Dios.

Ernest William Sellers era comerciante y tenía su establecimiento en la calle Habana. Cuando el misionero, deambulando por las calles de la capital cubana, pasó frente al establecimiento de Sellers, sintió vibrar todo su ser y el Espíritu le dijo que entrara allí. Al ver a Sellers detrás del mostrador, el Espíritu le indicó que aquel era el hombre que buscaba.

Le dio el mensaje que traía. Realmente un mensaje insólito. Póngase usted en el lugar de Sellers: Tiene un comercio que prospera. Como todo comerciante su interés mayor es que su negocio se incremente cada día más. Pero de pronto llega hasta su puerta un hombre desconocido y le dice: “El Señor me dijo que usted debe vender todo cuanto tiene, repartírselo a los pobres y dedicarse a predicar el evangelio sin salario, esperando su mantenimiento diario sólo con la fe puesta en Dios”.  ¿Qué hubiéramos hecho usted y yo ante semejante mensaje? Cuenta aquel viejo Manual que Sellers no fue rebelde a este llamado e hizo como el misionero le había indicado.

Sin embargo, Sellers era un hombre lo suficientemente inteligente como para no dejarse embaucar así como así por un desconocido. Hizo como el misionero le indicó, porque aquel hombre no vino sólo con palabras, le mostró las señales sobrenaturales de que el mensaje era auténtico. Sellers tenía una enfermedad en su columna vertebral, Smith oró por el y se sanó. El misionero puso sus manos sobre él y fue bautizado con el Espíritu Santo, como ocurrió con los creyentes de la iglesia primitiva en Jerusalén, Samaria, Éfeso y otros lugares.

De los frutos de este llamamiento he escuchado muchos relatos, como para escribir un largo capítulo; pero el que más me ha impactado de todos, fue uno que oí de labios de una persona totalmente ajena a nuestra institución.

En cierta ocasión estaba yo en una sala de espera, junto con numerosos representantes de las iglesias evangélicas de mi país, pues se nos había citado para una reunión con el presidente del entonces Consejo Ecuménico de Cuba. Había allí representantes de casi todas las iglesias evangélicas de la nación.

Una de aquellas personas se acercó a donde yo estaba y me preguntó así de pronto e informalmente: ¿Tú quien eres, qué iglesia representas? Después me enteré que este hombre, bastante anciano por cierto en ese momento, había sido y era un conocido líder cristiano revolucionario, de los llamados “cristianos-marxistas”, que apoyaron al gobierno de Fidel Castro desde su comienzo. Su nombre: Raúl Fernández Ceballos.

Le respondí: Yo soy del Bando Evangélico Gedeón.

En un tono de voz bastante alto y áspero de modo que cuantos estaban allí lo escucharon me dijo:

Aaaahhh, tú eres del Bando. Yo conocí al Bando desde que empezó. Yo tengo una prima ahí. (Se refería a Blanca Ceballos, que según supe después era prima de él).

Todos los ojos se volvieron hacia donde estábamos nosotros y pusieron su atención en la conversación.

Siguió diciéndome en aquel tono de voz alto que todos oían: “Yo los conocí a ustedes cuando no usaban dientes postizos, ni podían usar el reloj, ni vestirse con ropa de color. No, no, pero ustedes han cambiado mucho ya”.

Yo le amarré la cara y por las contracciones de mi rostro parece que él entendió que aquellas cosas no me estaban gustando y entonces me dijo en un tono más bajo y menos chocante:

Yo conocí también al americano (se refería a Daddy John). Un gran hombre de Dios. Y es ahí que me cuenta el testimonio que él vio con sus propios ojos. No que se lo contaron, que él lo vio personalmente.

Me dijo que Daddy John estaba bautizando en el río San Juan en la ciudad de Matanzas y que entre tres o cuatro hombres le llevaron al agua a otro hombre en un sillón de ruedas, pues estaba inválido. Daddy John lo sumergió en el agua para bautizarlo y cuando lo sacó, el hombre se levantó del sillón y salió corriendo por la calle. De modo que todos los que estaban allí quedaron admirados.

Como ese he escuchado otros testimonios del fundador y de otros misioneros que le acompañaron en la obra al principio.

Siento una gran admiración por aquellos hombres y mujeres que andaban como errantes y peregrinos por las calles y los campos de Cuba, sin tener siquiera donde quedarse a dormir en las noches. He escuchado de algunos que iban preparados con sus hamacas para colgarlas debajo de los árboles o debajo de un puente cuando llegaba la noche, para al otro día continuar en su recorrido, que tenía como único fin: predicarle el evangelio a las personas que encontraran a su paso. Esos misioneros no aspiraban a un salario, no aspiraban a tener una casa o a un carro. No aspiraban a otra cosa que a un plato de comida para poder sostenerse y poder así continuar con su misión. Por esos misioneros siento una profunda admiración.

En los recuerdos de mi niñez, cuando tenía apenas 10 ó 12 años, queda la imagen de unas misioneras gedeonistas visitando mi barrio para dar escuelas sabáticas a los niños en la calle, al aire libre. Recuerdo que en una ocasión me acerqué al grupo de diez o quince muchachos que había a su alrededor y oí a la misionera Isaías Ugarte decirle a los niños: “Si ustedes le roban a su mamá o a su papá los quilitos para comprarse dulces o caramelos, eso está mal, eso a Dios no le agrada”. Ya para ese tiempo el gobierno cubano los estaba persiguiendo y había quienes les tiraban piedras y les gritaban insultos, y ellas se iban huyendo por la línea del ferrocarril que pasaba cerca de mi casa.

Por esos misioneros siento una grande admiración, porque cuando yo comencé a trabajar de secretario en la Oficina Nacional me encontré una lista con las direcciones de las iglesias, campamentos y estaciones de predicación que tenía la iglesia antes del triunfo de la revolución de Fidel Castro y esta lista sumaba cientos de lugares. Eso había sido gracias al sacrificio de esos misioneros.

Pero el hecho de que hoy sienta una profunda admiración por aquellos hombres y mujeres, no significa que cometa la necedad tonta de creerme como uno de ellos, por el solo hecho de pertenecer a la misma iglesia. Por eso renuncié al uniforme y al título de misionero, porque según la talla de aquella estirpe de gente, ese uniforme y ese título me quedaban demasiado anchos.

Si fuera a vivir al calor y a la luz de lo que aquéllos hicieron, sin hacer lo mismo que ellos hicieron, para vanagloriarme y creerme también que soy de esa estirpe misionera porque pertenezco a los soldados de la cruz, herederos de los gedeonistas, estaría cometiendo una deslealtad indigna contra la memoria de aquella gente, porque yo no soy ni he hecho, lo que aquellos fueron e hicieron. Sólo me queda admirarlos, quitarme el sombrero y decirles: Ustedes son dignos de respeto y de guardarles en la memoria en este 90 aniversario. Pero a mi, sólo me queda la vergüenza de no poder ser como ustedes.

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