Según los anuncios que nos están llegando casi diariamente a través de facebook y por correo electrónico, en la próxima semana los jóvenes de nuestra iglesia en Estados Unidos celebrarán en Atlanta una conferencia nacional bajo el título: “Descubre la Esencia de la Santidad”.
Quisiera aportar un granito de arena en el interés de ese descubrimiento tan valioso y tan necesario en nuestros días.
Sé que este aporte no se evocará durante la conferencia, por eso lo estoy escribiendo para cada joven en particular. No es este un tema para la conferencia, es una reflexión personal y privada para cada uno de los jóvenes que tenga la oportunidad de leerlo, y que pueda llevarlo en su mente cuando se reúna en aquel lugar.
La santidad es una demanda en la Biblia de tapa a tapa. Sin lugar a dudas Dios quiere que el creyente sea santo. “Sed santos, porque yo soy santo”, dice más de una vez el texto sagrado.
Evidentemente la santidad siempre va a ser el resultado de obedecer los mandamientos de Dios. El Señor ha promulgado leyes y mandamientos cuyo fin es lograr que el hombre sea santo, obedeciéndolos.
Sin embargo, lo que pudiera estar acertado o equivocado es el camino que cada uno siga para conquistar esa santidad basada en la obediencia y la fidelidad a los mandamientos de Dios. Y sobre eso es que quiero reflexionar aquí.
Inexcusablemente somos pecadores y siempre seremos pecadores. Por lo tanto solamente puede justificarnos, salvarnos y santificarnos diariamente, el perdón de Dios que se nos concede por gracia, cuando depositamos nuestra fe en Cristo y en su sacrificio expiatorio. Y eso, como ya está dicho, debe ocurrir diariamente, no una vez en la vida. Tal es el camino de la santidad verdadera. Entonces la legítima santidad se alcanza sólo bajo un estado de gracia y de perdón divinos, por la influencia y el poder del Espíritu Santo.
Y de esta experiencia con la gracia, el perdón y el poder del Espíritu Santo para santificarnos, tenemos un testimonio muy vivo y práctico muchos de quienes hemos sido bautizados con el Don del Espíritu Santo. El día en que recibimos la Promesa de Dios nos llenó el alma un santo temor a tal punto que nos parecía faltarle a Dios con solo pensar algo incorrecto o decir una palabra inadecuada. Nos parecía que todo era pecado, y nos cuidábamos hasta de lo más mínimo que pudiera parecer una falta. Acabados de recibir nos sentimos santificados y fuimos santos sin tener que hacer mucho esfuerzo personal y especial de obediencia. Obedecíamos a los mandamientos y leyes de Dios empujados por el temor que el recién recibido Don del Espíritu Santo puso en nuestras almas. A eso es a lo que llamo “un estado de gracia y de perdón divinos”.
Ahora bien, al ir pasando los días, unos en más otros en menos tiempo, fuimos perdiendo aquel estado de temor y reverencia que tuvimos inmediatamente después de recibir el bautismo del Espíritu Santo. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué ya no nos daba temor cualquier cosa que pensáramos o dijéramos? Y hasta no solamente comenzamos a pensar y a decir cosas incorrectas, sino inclusive a cometer actos incorrectos y hasta pecaminosos.
Si nos ponemos a reflexionar y a reconocer sinceramente sobre lo que nos pasó, vamos a encontrar que nos fuimos involucrando poco a poco en los asuntos cotidianos de la vida, y con ello fuimos descuidando la búsqueda espiritual que practicamos antes de recibir el bautismo del Espíritu Santo, y que nos llevó al estado de gracia y comunión con Dios, mediante el cual recibimos la santificación del Espíritu Santo, el perdón de nuestros pecados.
¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de descuidarnos en la búsqueda de la comunión con Dios, hubiéramos continuado como antes de recibir: orando con esa misma necesidad, leyendo la Biblia con el mismo interés, implorando el perdón de nuestros pecados con las mismas lágrimas ardientes de arrepentimiento, todos los días? Hubiéramos continuado viviendo bajo el mismo estado de gracia y perdón divinos, y el Espíritu Santo hubiera tenido una participación diaria con nosotros. Así el temor y la reverencia hacia Su Persona y sus mandamientos que tuvimos al principio nunca hubieran dejado de existir. Porque ese temor al pecado (la raíz de la verdadera santidad) sólo lo da la presencia viva, poderosa y eficaz del Espíritu Santo en la vida del creyente. Y repito, esa presencia sólo se obtiene bajo un estado de gracia y perdón de Dios, diario.
Para mi, esa es la esencia de la verdadera santidad. Dios quiera y nuestros jóvenes puedan cumplir sus deseos en Atlanta, y hagan tal descubrimiento en sus propias almas.
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